domingo, 1 de agosto de 2010

The Great Answer (Parte 2)

La joven asintió, y tras otra reverencia salió de la habitación silenciosamente.

El calor volvía abrumarme. Quería dormir, descansar un poco para que se esfumara ese malestar, pero al sentir tanto calor me resultaba imposible. Los músculos me dolían, por lo que tampoco podía moverme.

Cerré los ojos de nuevo. Recordé la textura del libro sobre los Changes, aterciopelada y con las letras en relieve. Me hubiera encantado leerlo pero estaba claro que a Selenia le molestaba. Y eso era otra cosa, como le decía a Selenia que aceptaba su proposición. Aún no me lo había pensado pero mi cabeza incauta fue la única razón que me dio para obtener el libro. Temía el momento de hablar con Selenia, y más en ese estado. Cuanto más lo evitara mejor.

El frescor de mi cara se había esfumado de nuevo, el sudor recorría mis sienes desde el cuero cabelludo.

La puerta se abrió apresuradamente. Selenia se fue al baño y escuché como las arcadas arremetían contra su boca. Recordé entonces el momento en el que me dijo que estaba enferma. Nunca hubiera imaginado que los vampiros pudieran morir.

Minutos más tarde salió Selenia limpiándose la cara con una toalla. Cuando me vio tirada en la cama y con ese aspecto, su mirada cambio y en menos de un segundo estaba sentada a mi lado. Puso su mano sobre mi cabeza y al instante la quitó. Estaba asustada, sus ojos lo decían.

-Qué te ocurre Al?-su voz era jadeante- Estás ardiendo. ¿Llamo a uno de mis médicos? ¿Que necesitas?- estaba atacada.

-Selenia- el sonido quebrado de mis cuerdas vocales aún permanecía ahí- no te preocupes, solo necesito descansar. Ya se lo he dicho antes a Lucy…

-¿Quién?

-Lucy, la sirvienta humana.

-¿Lo sabía y no me ha informado? Haré que se encarguen de ella.

-No Selenia, yo le supliqué que no te dijera nada, no quería preocuparte por algo insignificante.

Selenia se levantó haciendo caso omiso a mi comentario. Afortunadamente agarré una de sus manos antes de que se fuera demasiado lejos. Con ojos suplicantes la miré, intentando proteger la vida de esa chica. Al fin y al cabo, ella no tenía la culpa de nada.

Volvió a sentarse en la cama y dejó dos dedos sobre mi frente, esa sensación fría conseguía calmarme unos instantes, aunque luego regresara más intensamente.

El rostro de aquella mujer se mostraba preocupado, y por primera vez no estaba preocupada porque alguno de sus magníficos panes se hubiera desviado de su rumbo, estaba preocupada por mí. Quizás, a pesar de lo que pretendía aparentar, tenía algo de luz en ese corazón tan oscuro.

Durante horas permanecí tirada en aquella cama, sujetada por Selenia, quien no se había movido ni para cambiar de postura. Seguía con la espalda medio encorvada, cansada de sostenerse sin ningún apoyo, y sujetándome la mano.

Un par de toques en la puerta captaron mi atención.

Un hombre mayor de aspecto malvado apareció tras la puerta. Su pelo negro azabache iba a juego con su barba kilométrica. Vestido con una túnica color berenjena, adornada con dos cintas doradas del cuello a los pies, su aspecto era tan temible como el malo de un cuento: cara de mal humor, arrugas acentuadas y extremadamente delgado. Con una sonrisa más malvada que sobria se acercó a nosotras apoyado en un bastón de madera más grande que él.

Selenia soltó mi mano para coger una de las de él.

-Bienvenido Claude- dijo besándole la mano cogida- Me alegra que te hayas tomado tanta molestia en venir, pero es urgente.

-Mi querida Selenia, eres como una hija para mí, no podía negarme.

La relación que tenían parecía muy cercana, sino no se hubiera atrevido a tutear a Selenia. Además ella no se habría molestado por ello.

El anciano me miró, sus ojos negros me enturbiaron la mente. Eran fríos y desalmados, como si le hubiera vendido su alma al diablo. No me daba buena espina.

Selenia me soltó la mano. Con ojos suplicantes le pedí que no me dejara, pero me dio un beso en la frente y abandonó la habitación.

Aferré la colcha con la poca fuerza que me quedaba. El llamado Claude se sentó a mi lado, justo donde estaba Selenia.

-Tú debes ser Alesana, ¿verdad? Mi nombre es Claude Vanis.

Asentí sintiendo el estómago en la garganta.

- A pesar de que le hayas pedido a Selenia que no avisara a nadie, me ha llamado para que te cure. Espero que no te moleste.

Selenia no había salido de la habitación en ningún momento, estaba confusa ¿cómo le había avisado? Claude se quedó mirándome e inmediatamente tocó un par de veces una de sus sienes con un dedo.

-Me lo ha dicho telepáticamente. Es extraño que no hayas caído en ello.

Por un instante había pensado que Selenia era humana, una persona normal, sin poderes, sin sangre… Pero una vez más había despertado de mi ilusión.

Claude me giró poniéndome boca arriba. Mis manos ya habían aflojado la colcha y se tendían relajadas sobre el colchón. El anciano cogió la toalla y la abrió por completo dejándome desvestida. Antes de que pudiera decir nada, Claude habló.

-No voy a hacerte nada, solo voy a revisar si es algo que se puede deducir simple vista o no.

Exhalé un suspiro de alivio.

El hombre comenzó a palpar cada centímetro de mi cuerpo, con cara pensativa y concentrado en lo que hacía. Cuando acabó negó con la cabeza.

El miedo volvió a adueñarse de mí. ¿Qué significaba esa negación? ¿Me iba a morir? Mis manos agarraron de nuevo la tela. Ese movimiento no le fue indiferente a Claude, quien rápidamente modificó su rostro pensativo en uno sobrio.

-Alesana… si quieres curarte… voy a tener que dormirte unas horas, pero… tal y como deber de médico he de preguntarte si me lo consientes o no.

¿Dormirme? ¿Qué me pasaba? Estaba completamente atemorizada, no acababa de fiarme de aquel hombre, pero no podía decirlo, no siendo tan allegado a Selenia. Quizás ya sabía lo que pensaba y pretendía dormirme para matarme. Claude sonrió. Definitivamente lo sabía.

Me encontraba terriblemente mal. Los sudores habían vuelto y las nauseas se repetían una y otra vez. Si quería volver a estar como una rosa no me quedaba más remedio que aceptar la oferta y fiarme de aquel hombre.

Miré directamente a sus ojos negros. Aunque me costaba mantenerle la mirada, aguante para demostrarle que estaba segura de la decisión que acababa de tomar y aceptaba a que me durmiera. Si hubiera intentado decírselo con palabras, mi voz se habría quebrado por completo a mitad de camino.

Claude se irguió sobre esos dos palos cubiertos de piel a los que llamaba piernas. Colocó ambas manos sobre mis ojos y momentos más tarde mi mente aturdida me abandonó.

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